Capítulo 1
Organícese una compañía
“Deseo hablar de los muertos”.
Miles de Santos de los Últimos Días guardaron silencio cuando se escuchó la voz de Lucy Mack Smith en el gran salón de asambleas del primer piso del Templo de Nauvoo, cuya construcción estaba a punto de concluirse.
Era la mañana del 8 de octubre de 1845, el tercer y último día de la conferencia de otoño de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Sabiendo que ya no tendría muchas más oportunidades de dirigirse a los santos, especialmente ahora que planeaban dejar Nauvoo en busca de un nuevo hogar en el oeste, Lucy habló con un poder muy superior a lo que su envejecido cuerpo de setenta años le permitía.
“El pasado 22 de septiembre hizo dieciocho años que José sacó las planchas de la tierra”, testificó, “y el lunes pasado hizo dieciocho años desde que José Smith, el profeta del Señor…”1.
Hizo una pausa al recordar a José, su hijo que había sido martirizado. Los santos presentes en la sala ya sabían que un ángel del Señor lo había guiado hasta donde estaban enterradas las planchas de oro en un cerro llamado Cumorah. También sabían que José había traducido las planchas por el don y el poder de Dios y había publicado el registro como el Libro de Mormón. Sin embargo, ¿cuántos de los santos allí reunidos lo habían conocido realmente?
Lucy aún recordaba cuando José, quien por entonces tenía tan solo veintiún años, le dijo que Dios le había confiado las planchas. Había estado ansiosa toda la mañana, temiendo que él regresara del cerro con las manos vacías, como había ocurrido los cuatro años anteriores. Mas cuando él llegó, se apresuró a tranquilizarla. “No estés preocupada”, le había dicho. “Todo está bien”. Le entregó los intérpretes que el Señor había provisto para la traducción de las planchas envueltos en un pañuelo como prueba de que sí había logrado obtener el registro.
En aquel entonces había solo un puñado de creyentes, la mayoría de los cuales eran miembros de la familia Smith. Ahora, más de once mil santos provenientes de Norteamérica y Europa vivían en Nauvoo, Illinois, el lugar de recogimiento de la Iglesia en los últimos seis años. Algunos de ellos eran nuevos en la Iglesia y no habían tenido la oportunidad de conocer a José o a su hermano Hyrum antes de que un populacho les disparara y asesinara en junio de 18442. Esa era la razón por la que Lucy quería hablarles de los muertos. Antes de que los santos partieran, ella deseaba testificar del llamamiento profético de José y de la función que desempeñó su familia en la restauración del Evangelio.
Turbas de justicieros llevaban más de un mes incendiando las viviendas y los negocios de los santos en los asentamientos cercanos. Temiendo por sus vidas, muchas familias habían huido en busca de la relativa seguridad de Nauvoo. Sin embargo, a medida que las semanas pasaban, los populachos seguían creciendo en número y en organización, y pronto se produjeron escaramuzas armadas entre ellos y los santos. Mientras tanto, ni el gobierno nacional ni el del estado hacían nada para proteger los derechos de los santos3.
Creyendo que era solo cuestión de tiempo hasta que los populachos atacaran Nauvoo, los líderes de la Iglesia habían negociado una frágil paz acordando la evacuación de los santos del condado para la primavera4.
Guiados por revelación divina, Brigham Young y los demás miembros del Cuórum de los Doce Apóstoles planeaban llevar a los santos a más de 1600 km al oeste, más allá de las montañas Rocosas y de la frontera de Estados Unidos. Los Doce, actuando como cuórum presidente de la Iglesia, habían anunciado la decisión a los santos el primer día de la conferencia de otoño.
“El designio del Señor es conducirnos a un campo de acción más amplio”, declaró el apóstol Parley Pratt, “donde podamos disfrutar de los principios puros de la libertad y la igualdad de derechos”5.
Lucy sabía que los santos la ayudarían a hacer el viaje, si ella decidía irse. En las revelaciones se había mandado a los santos que se congregaran en un lugar y los Doce estaban decididos a cumplir con la voluntad del Señor. Mas Lucy era de edad avanzada y no creía que fuera a vivir mucho más. Cuando muriera, deseaba que la enterraran en Nauvoo, cerca de José, Hyrum y otros miembros de la familia que habían fallecido, como su esposo, Joseph Smith.
Además, la mayoría de los miembros de su familia que aún vivían iban a quedarse en Nauvoo. William, su único hijo que quedaba con vida, había sido miembro del Cuórum de los Doce pero había rechazado el liderazgo del cuórum y se negaba a marchar al oeste. Sus tres hijas —Sophronia, Katharine y Lucy— también decidieron quedarse. Lo mismo hizo Emma, su nuera y viuda del Profeta.
Cuando Lucy habló a la congregación, los instó a no inquietarse por el viaje que les aguardaba. “No se desalienten ni digan que no pueden obtener los carromatos y las cosas”, les dijo. A pesar de la pobreza y la persecución, su propia familia había cumplido con el mandamiento del Señor de publicar el Libro de Mormón. Ella los alentó a escuchar a sus líderes y a tratarse bien los unos a los otros.
“Como dice Brigham, todos han de ser honrados o no llegarán allá”, dijo ella. “Si sienten enojo, tendrán problemas”.
Lucy les habló más acerca de su familia, de las terribles persecuciones que habían sufrido en Misuri e Illinois, y de las pruebas que les aguardaban a los santos. “Ruego que el Señor bendiga a los líderes de la Iglesia, al hermano Brigham y a todos”, les dijo, “y cuando yo salga de este mundo deseo verlos a todos ustedes”6.
Poco más de un mes después, Wilford Woodruff, que era Apóstol y presidente de la Misión Británica de la Iglesia, encontró una carta de Brigham Young al llegar a su oficina en Liverpool, Inglaterra. “Este otoño hemos tenido una generosa porción de aflicciones y tribulaciones”, Brigham le contaba a su amigo. “Es, por tanto, aconsejable que nos marchemos, pues es la única opción de paz”7.
Wilford estaba alarmado, mas no sorprendido. Había leído los reportajes en la prensa acerca de los ataques de los populachos en los alrededores de Nauvoo, pero hasta ese momento no había sabido cuán grave era la situación. “Vivimos en una época extraña”, pensó Wilford tras leer la carta. El gobierno de los Estados Unidos proclamaba proteger a los pueblos oprimidos y dar refugio a los exilados, pero Wilford no podía recordar una sola instancia en que este hubiera ayudado a los santos.
“El estado de Illinois y todos los Estados Unidos han colmado su copa de iniquidad”, escribió en su diario, “y bien pueden los santos salir de en medio de esta”8.
Felizmente, casi toda la familia de Wilford se hallaba fuera de peligro. Su esposa, Phebe, y sus hijos más pequeños, Susan y Joseph, estaban con él en Inglaterra. Su otra hija, Phebe Amelia, estaba con unos familiares en el este de los Estados Unidos, a más de mil seiscientos kilómetros del peligro.
Sin embargo, su hijo mayor, Willy, aún se hallaba en Nauvoo al cuidado de unos amigos. En su carta, Brigham mencionaba que el chico estaba sano y salvo; no obstante, Wilford estaba ansioso de reunir a su familia9.
Como presidente del cuórum, Brigham dio instrucciones a Wilford en cuanto a lo que debía hacer: “No envíes más emigrantes a Nauvoo”, le aconsejó, “sino haz que esperen en Inglaterra hasta que puedan tomar un barco hacia el océano Pacífico”. En cuanto a los misioneros estadounidenses que se hallaban en Inglaterra, Brigham deseaba que aquellos que no habían recibido las ordenanzas del templo regresaran inmediatamente a Nauvoo para recibirlas10.
En los días siguientes, Wilford envió cartas a los élderes estadounidenses que predicaban en Inglaterra, informándoles de la persecución en Nauvoo. Aunque él y Phebe ya habían recibido sus ordenanzas, decidieron volver a casa también.
“Tengo una parte de mi familia esparcida en los Estados Unidos, separados por unos 3200 kilómetros”, explicó Wilford en un mensaje de despedida a los santos británicos. “En este momento, parece reposar sobre mí la obligación de volver allá y juntar a mis hijos para que puedan marchar con el campamento de los santos”.
Wilford nombró a Reuben Hedlock, el anterior presidente de misión, para que volviera a presidir en Gran Bretaña. Aunque Wilford no tenía plena confianza en Reuben, pues había administrado mal los fondos de la Iglesia en el pasado, nadie más en Inglaterra tenía más experiencia en el liderazgo de la misión, y Wilford disponía de poco tiempo para encontrar un substituto mejor. Después de reunirse nuevamente con el Cuórum de los Doce, recomendó que se llamara a otro hombre para tomar el lugar de Reuben11.
Mientras Wilford y Phebe hacían sus preparativos para regresar a Nauvoo, llegó a oídos de Samuel Brannan, el élder que presidía la Iglesia en la ciudad de Nueva York, un rumor según el cual el gobierno de Estados Unidos preferiría desarmar y exterminar a los santos antes que permitirles abandonar el país y aliarse posiblemente con México o Gran Bretaña, dos naciones que reclamaban vastas regiones del oeste. Alarmado, Sam escribió a Brigham Young inmediatamente para informarle del peligro.
Para cuando la carta de Sam llegó a Nauvoo, habían surgido nuevas amenazas. Brigham y otros Apóstoles habían recibido una citación judicial en la que falsamente se les acusaba de falsificación y los alguaciles querían arrestarlos12. Tras leer la carta de Sam, los Apóstoles oraron pidiendo protección y que el Señor sacara sin riesgos a los santos fuera de la ciudad13.
Poco tiempo después, el gobernador Thomas Ford, de Illinois, parecía confirmar el informe de Sam. “Es muy probable que el gobierno en Washington D.C. intervenga para evitar que los mormones lleguen más allá del oeste de las montañas Rocosas”, advirtió. “Muchas personas inteligentes creen sinceramente que si ellos van allí, se aliarán con los británicos y causarán más problemas que nunca”14.
En enero de 1846, Brigham se reunió a menudo con el Cuórum de los Doce y el Consejo de los Cincuenta —una organización que supervisaba los asuntos temporales del reino de Dios en la tierra— con el fin de planear la manera más rápida y segura de evacuar Nauvoo y establecer un nuevo lugar de recogimiento para los santos. Heber Kimball, su compañero en el apostolado, recomendó que ellos condujeran a una pequeña compañía de santos hacia el oeste tan pronto como fuese posible.
“Organícese una compañía de santos que puedan prepararse ellos mismos”, aconsejó, “para estar listos para partir en cualquier momento que se les llame, y vayan a preparar un lugar para sus familias y los pobres”.
“Si va a haber una compañía que se adelante y prepare los cultivos esta primavera”, señaló el apóstol Orson Pratt, “será necesario que salgan antes del 1 de febrero”. Se preguntaba si no sería más prudente establecerse en algún lugar más cercano, lo que les permitiría plantar los cultivos antes.
A Brigham no le gustó esa idea. El Señor ya había indicado a los santos que se establecieran cerca del Gran Lago Salado. El lago formaba parte de la Gran Cuenca, una región muy extensa con forma de cuenco que estaba rodeada de montañas. Gran parte de la cuenca era una zona árida y desértica donde era muy difícil sembrar cultivos, por lo que no atraía a muchos de los estadounidenses que migraban al oeste.
“Si vamos entre las montañas al lugar que estamos considerando”, razonaba Brigham, “ninguna nación sentirá celos de nosotros”. Brigham sabía que esa zona ya estaba habitada por pueblos nativos. Sin embargo, confiaba en que los santos pudieran establecerse pacíficamente entre ellos15.
En el transcurso de los años, los santos habían tratado de compartir el Evangelio con los aborígenes de Estados Unidos y planeaban hacerlo igual con los pueblos nativos del oeste. Como la mayor parte de la población blanca de Estados Unidos, muchos santos de raza blanca consideraban que su cultura era superior a la de los indígenas y sabían poco acerca de sus lenguas y costumbres. Pero también consideraban a los indígenas como compañeros y miembros de la casa de Israel y potenciales aliados, por lo que esperaban forjar relaciones amistosas con los utes, los shoshones y otras tribus del oeste16.
El 13 de enero, Brigham se reunió nuevamente con los consejos para determinar cuántos santos estaban listos para dejar Nauvoo en menos de seis horas. Confiaba en que la mayoría de los santos estarían a salvo en la ciudad hasta la fecha acordada de la primavera. Para asegurar un desplazamiento rápido de la compañía de avanzada, quería que en ella viajaran el menor número de familias posible.
“Todos los hombres que están en peligro y que probablemente sean acosados con citaciones legales”, dijo él, “vayan y tomen sus familias”. Todos los demás habrían de esperar a la primavera para partir hacia el oeste, cuando la compañía de avanzada ya hubiese llegado a las montañas y establecido un nuevo asentamiento17.
La tarde del 4 de febrero de 1846 el sol resplandecía sobre el puerto de Nueva York en el que una multitud se juntó en el muelle para despedir al Brooklyn, una embarcación de 410 toneladas que partía rumbo a la bahía de San Francisco, en la costa de California, una región poco poblada del noroeste de México. Sobre la cubierta del barco había más de doscientos santos que se despedían de sus familiares y amigos abajo en el muelle; la mayoría de ellos eran muy pobres como para poder ir al oeste en carromato18.
Los dirigía Sam Brannan, de veintiséis años de edad. Luego de la conferencia de octubre, los Doce habían dado instrucciones a Sam de fletar un barco para llevar hasta California a una compañía de santos que residían en el este; allí esperarían hasta poder reunirse con el cuerpo principal de la Iglesia en algún lugar del oeste.
“¡Huid de Babilonia!”, los había amonestado el apóstol Orson Pratt. “No queremos que ningún santo se quede en los Estados Unidos”19.
Enseguida Sam reservó el Brooklyn por un precio razonable y unos trabajadores construyeron treinta y dos camarotes con literas para alojar a los pasajeros. Hizo que los santos llevaran en su equipaje arados, palas, azadones, horquillas y otras herramientas que iban a necesitar para plantar cosechas y construir viviendas. Desconociendo lo que les aguardaba, se aprovisionaron con abundantes alimentos y mercaderías, algunas reses, tres molinos de grano, piedras de molino, tornos, clavos, una imprenta y armas de fuego. Además, una asociación benéfica donó suficientes libros al barco para formar una buena biblioteca20.
Mientras Sam hacía los preparativos para el viaje, un político que él conocía en Washington le advirtió de que los Estados Unidos seguían empeñados en evitar que los santos salieran de Nauvoo. Este político también le dijo que él y un hombre de negocios con intereses en California estaban dispuestos a presionar al gobierno a favor de la Iglesia a cambio de la mitad de las tierras que los santos adquiriesen en el oeste.
Sam sabía que los términos de la negociación no eran buenos, pero creía que aquellos hombres eran sus amigos y podían proteger a los santos. Pocos días antes de abordar el Brooklyn, Sam hizo que se redactara un contrato y se lo envió a Brigham, instándole a que lo firmara. “Todo saldrá bien”, prometió21.
Asimismo, informó a Brigham de su plan de establecer una ciudad en la bahía de San Francisco, quizás como un nuevo lugar de recogimiento de los santos. “Seleccionaré el lugar más adecuado”, escribió. “Antes de que ustedes lleguen allí, y si es la voluntad del Señor, lo tendré todo dispuesto para ustedes”22.
Para cuando el buque Brooklyn partió del embarcadero, Sam estaba convencido de haber conseguido un pasaje seguro para los santos que partían de Nauvoo y que su compañía tendría un viaje tranquilo. La ruta de navegación del barco seguiría las corrientes oceánicas que circundan el tormentoso extremo sur de Sudamérica, para luego adentrarse en el océano Pacífico. Al arribar a California, fundarían su ciudad y comenzarían una nueva vida en el oeste.
Conforme un buque a vapor guiaba al Brooklyn fuera del puerto, la multitud de seres queridos congregados en el muelle dieron tres vivas a los santos y estos respondieron con otros tres. La embarcación pasó por la estrecha boca de la entrada del puerto, desplegó las velas y se impulsó por el viento hacia el océano Atlántico23.
El mismo día que el Brooklyn partía hacia California, quince carromatos de la compañía de avanzada de los santos cruzaron el Misisipi hacia el territorio de Iowa, al oeste de Nauvoo, y acamparon cerca de Sugar Creek.
Cuatro días más tarde, Brigham Young se reunía por última vez con los Apóstoles en el Templo de Nauvoo24. Aunque el templo aún no se había dedicado en su totalidad, sí habían dedicado el ático y allí habían administrado las investiduras a más de cinco mil ansiosos santos. También habían sellado a unos mil trescientos matrimonios por el tiempo y por la eternidad25. Algunos de estos sellamientos eran de matrimonios plurales, el cual habían comenzado a practicar en privado unos pocos santos fieles en Nauvoo, siguiendo el principio que el Señor le había revelado a José Smith a comienzos de la década de 183026.
Brigham tenía planeado administrar ordenanzas hasta el 3 de febrero, el día antes de que partieran los primeros carromatos de la ciudad, pero los santos abarrotaron el templo todo el día, ansiosos por recibir las ordenanzas antes de partir. Al principio, Brigham despidió a los santos. “Edificaremos más templos y tendremos más oportunidades de recibir las bendiciones del Señor”, les insistía. “En este templo ya hemos sido recompensados abundantemente, aun cuando no recibiéramos más”.
Confiando en que la muchedumbre se dispersaría, Brigham comenzó a ir hacia su casa. Pero no había ido muy lejos cuando, al darse vuelta, vio que el templo estaba repleto de personas que tenían hambre y sed de la palabra del Señor. Ese día, 295 santos más recibieron sus bendiciones del templo27.
Ahora, con la obra de las ordenanzas del templo completa, los Apóstoles se arrodillaron alrededor del altar del templo y oraron por un viaje seguro al oeste. Nadie conocía las tribulaciones que les sobrevendrían en las semanas y los meses venideros. Los libros de guías y los mapas describían sendas que no estaban marcadas en la mayor parte de la ruta hacia las montañas. A lo largo del camino abundaban los ríos y riachuelos, y gran cantidad de bisontes y animales de presa pastaban por las praderas; pero el terreno no se parecía en nada a lo que los santos habían recorrido anteriormente28.
Los santos no querían dejar a nadie en peligro y por ello hicieron convenio de ayudar a cualquiera que desease ir al oeste, en particular a los pobres, los enfermos y las viudas. “Si son fieles a su convenio”, prometió Brigham a los santos en el templo en la conferencia de octubre, “el gran Dios derramará sobre este pueblo los medios para que puedan cumplirlo hasta la última letra”29.
El 15 de febrero, el peso de ese convenio preocupaba mucho a Brigham mientras cruzaba el Misisipi. Esa tarde la pasó empujando y tirando de carromatos para ascender por una colina fangosa y con nieve, a más de seis kilómetros al oeste del río. Cuando quedaban pocas horas de luz antes de que la noche oscureciera el camino que tenían por delante, Brigham aún seguía decidido a no descansar hasta que todo carromato con Santos de los Últimos Días que se hallara al oeste del río, llegara a salvo a Sugar Creek30.
Para entonces, el plan de enviar una pequeña compañía de avanzada que se adelantara para llegar a las montañas ese año ya tenía retraso. Brigham y otros líderes de la Iglesia habían abandonado la ciudad más tarde de lo que habían planeado, y algunos santos —haciendo caso omiso de permanecer en Nauvoo— habían cruzado el río y habían acampado con la compañía de avanzada en Sugar Creek. Habiendo huido de la ciudad tan apresuradamente, muchas familias de la caravana estaban desorganizadas, mal equipadas y poco preparadas.
Brigham aún no sabía qué hacer. Seguramente esos santos iban a retrasar a los demás, pero no los iba a enviar de vuelta a la ciudad ahora que ya habían salido de ella. Para él, Nauvoo se había convertido en una prisión; no era un sitio para el pueblo de Dios. La ruta al oeste era la libertad.
Sencillamente, él y los Doce tendrían que seguir adelante, confiando en que el Señor los ayudaría a encontrar una solución31.
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