En el último tramo de la vida terrenal de Jesucristo, una serie de eventos muestran la profunda soledad, el rigor físico y emocional al que fue sometido en Getsemaní y la resistencia con la que sobrepuja las horas previas a ser elevado sobre una cruz en el Gólgota. Parece ser que en esos momentos se puso a prueba la lealtad de sus amigos y seguidores, de cada persona que fue directa o indirectamente, bendecida por el Salvador del mundo en su ministerio (Lucas 22:63). Todos los que habían sido acariciados por su voz, nutridos por sus enseñanzas, marcados con su ejemplo, e incluso librados de la cárcel debido a su casi nula defensa, todos permanecieron en silencio, una, tres y más veces (Lucas 22:61). Sólo María, acompañada de algunos familiares, se quebraba en súplicas al seguirlo de cerca, viendo a aquel hijo sin mancha que le había nacido para bendecir, ser maltratado, humillado y sacrificado.
En todo ese trayecto en algún lugar cercano a las murallas de Jerusalén, José de Arimatea vigilaba con atención los hechos. Se había ausentado del Sanedrín del que era parte, para evitar acusar a Jesús y con ello quedaba casi evidenciado el discipulado que mantenía en secreto. Sabía que corría peligro si se le asociaba al Mesías, pero los hechos golpeaban su conciencia una y otra vez. Me puedo imaginar su inquietud ante la injusticia presenciada, la ansiedad de no poder con su alta posición en el concilio gobernante, acercarse al maestro y defenderlo ¿De qué me sirve todo esto? Podría haberse preguntado una y otra vez en esas horas que pesaban casi como la cruz en su mente ¿De qué me sirve si no hago lo correcto?
Fue así que no soportó más la inacción a la que estaba condicionado, y decidido a ya no ocultar más su devoción hacia El Cristo, se apresuró a reclamar ante Pilato el derecho de bajar de la cruz el cuerpo ya sin vida del Mesías, y guardarlo en un sepulcro de su propiedad. Tan grande fue el impulso, que tomó por sorpresa a Pilato, ya que no había recibido aún confirmación de su guardia sobre la muerte de Jesús, pero accedió a la petición luego de consultarlo con el Centurión (Marcos 15:43).
Con delicado cuidado José se apresuró a envolver al Cristo en mantas de lino fino, y junto a Nicodemo y sus sirvientes, lo trasladaron al lugar en donde descansaría solo por un corto tiempo el cuerpo magullado y traspasado de su Señor. La escena debió ser especial, una mezcla de dolor y consuelo, una despedida breve pero gratificante, incertidumbre y esperanza en igual intensidad y al mismo tiempo. De no ser por José, tal vez el cuerpo del Salvador hubiera permanecido en la cruz durante todo el día de reposo, en donde no se podía realizar obra alguna, expuesto a los cuervos y la descomposición como acostumbraban.
Los Apóstoles que se hallaban escondidos y con temor de ser capturados, aún si hubiesen cobrado el valor de acercarse a reclamar el cuerpo del Maestro, no hubieran obtenido gracia alguna ante Pilato para recoger al Cristo. Pero las entrañables misericordias permitían que José de Arimatea, el discípulo en secreto, aquel que no pudo servir al Salvador como hubiese querido, pueda, gracias a la posición en la que se hallaba, hacer lo que nadie más podía en ese momento, y con ello siguió el ejemplo de Jesús: Cumplir con aquello que en inicio no estaba obligado a hacer, pero que se ofreció a realizar porque tenía la capacidad de cumplirlo. Aquel acto de José fue una gran bendición y alivio para María y los familiares del Mesías, justo en las horas más oscuras de su existencia.
Después de eso no hay registro claro de José de Arimatea, no lo sabemos pero hay quienes aseguran fue exiliado al haber sido evidenciado como discípulo de Cristo, no es posible confirmar si alcanzó a verlo resucitado aquel día glorioso, en el que la pesada piedra fue removida. Su gozo quizás pudo ser completo con ello. No obstante todos tendremos en algún momento la oportunidad de servir de igual manera, llegará la ocasión en la que se nos presente la oportunidad de hacer algo a lo que no estaremos obligados, pero que nuestras experiencias previas nos permitan realizar a favor de alguien, a veces incluso fuera de lo regular de nuestros llamamientos de domingo.
Todos tenemos una misión especial que cumplir, pese a las dificultades. A veces puede ser un simple mensaje, una visita, o un cálido abrazo, y otras involucrarnos un poco más en asuntos que quizás pensamos no son nuestros problemas, o creemos ya no tienen solución en la vida de otras personas, pero sentimos podríamos acudir al silencioso llamado. Es quizás ese el secreto de la Ministración verdadera, hacer aquello a lo que no estás obligado, pero sabes que puedes hacer, pese a que podrías ser rechazado o señalado por ello.
A la pregunta clásica de ¿Qué haría Jesucristo en mi lugar? Podemos acercarla más a nuestra imperfección con ¿Qué haría José de Arimatea en mi lugar? ¿Se arriesgaría para ir al auxilio de Jesús? ¿De la familia de Él?
Las marcas en las manos y pies de Cristo simbolizan su paso activo por este mundo, reflejan que estuvo realmente aquí y se involucró totalmente con cada uno de nosotros. Si en la existencia preterrenal escogimos esta vida, las heridas de transitar en ella de seguro también. Un día todos recibiremos el bálsamo que sane por completo cada cosa, y nos levantaremos para testificar que el alegre resplandor de una mañana de resurrección, es a menudo precedido por una empinada subida al Gólgota para ayudar a alguien.
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